miércoles, 28 de enero de 2015

La Quiltra

Sina de la Fiol


Bárbara tenía una desmedida obsesión por los perros. Su casa albergaba una gran cantidad de ellos, al igual que  el puerto, era asilo de estos animales callejeros.

Día a día paseaba con su manada por las adoquinadas calles de Valparaíso, mendigando para ella y su peluda familia. Los vecinos rehuían del mal olor, más intenso e insoportable en las inmediaciones de su hogar, y rápidamente el descontento creció junto con la cantidad de inquilinos caninos que tenía la propiedad.

Las noticias locales trataron el posterior acontecimiento con ligereza. La muerte de 14 perros –todos pertenecientes a la extraña mujer- no era algo que llamara mucho la atención; que se sospechara de envenenamiento tampoco abrió una investigación y en dos días ya era un asunto olvidado. La muerte de los perros pertenecía al pasado y el estado mental de Bárbara era un misterio para sus vecinos, que desconocían la razón por la cual ella no lucía destruida por la muerte de sus amadas criaturas. Este aspecto también pasó al olvido, donde moraba el respetable pasado de la dueña de las mascotas. Ya nadie recordaba a la que antaño fue la doctora Cabezas. Ella, al contrario, no borró de su memoria los conocimientos médicos adquiridos y tras este incidente, los puso en práctica.


A pesar de que el vecindario se había deshecho impunemente de todos los quiltros, a los dos días se volvieron a escuchar los aullidos de dolor de al menos tres perros. Al siguiente, los aullidos  evidenciaban la existencia de más de cinco perros, y, al cuarto día, ya nadie de la cuadra lograba conciliar el sueño a causa de los incesantes ladridos que provenían del lugar. Cuando la guardia policial porteña llegó  a poner orden, descubrieron una monstruosa combinación de cobre y vida. Animales mezclados con metal, algunos de ellos agonizantes, otros moviendo sus nuevas colas articuladas con pequeñas piezas mecánicas.

Cuando acercaron sus armas para terminar el sufrimiento de aquellos canes moribundos el resto de la manada  se puso a la defensiva. La doctora apareció, inyectó una solución turquesa en los canes más desvalidos.

-Cuando puedes manejar el secreto de la vida, aunque sea en animales, debes tener un poco más de respeto al presentarte ante esa persona.- Dijo Bárbara. La policía dio un paso atrás inconsciente, pero aun con las armas desenfundadas
 –Sólo veníamos a revisar, los vecinos se han quejado de ruidos molestos- El capitán Carmona fue el único en sacar la voz
–Los ruidos terminarán pronto. Estos son los últimos pacientes que restan. Una vez recuperados ya no molestarán más a quienes no los molesten. Mis procanes serán beneficiosos para todo. Se les puede entrenar fácilmente, y si se descomponen pueden ser reparados. Lo mejor de todo, el punto clave de mi implementación, es que siguen fielmente las órdenes de su líder, aún más que los canes naturales- Un silbido resonó en el lugar, y de pronto el metálico sonido de patas artificiales se interpuso entre las fuerzas especiales y la doctora- Ahora, si ustedes son tan amables, les rogaría que dejen mi propiedad. Varios de mis “niños” tienen un nuevo modelo de  mandíbula reforzada en cobre, y no creo deseen probar la resistencia de ese material en sus humanas carnes.

Ahora Bárbara vuelve a caminar por las adoquinadas calles del puerto, ya no mendigando. Varios comerciantes han adoptado las “creaciones” de la doctora para proteger sus negocios, y gracias al buen trabajo que hacen los peludos guardianes, ella recibe generosas donaciones que le permiten  continuar con su proyecto. El caminar de la anciana doctora, altivo y orgulloso, se decora con las imponentes apariencias de sus creaciones.

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