viernes, 8 de enero de 2021

Día 8: Lucha de clases


 Por Cosima Laurens


Estaban molestos. Los comerciantes del puerto rumoreaban frenéticos los dichos de alguien a quién él no conocía. Manuel Infante. El seudónimo de un personaje de quién nunca había escuchado. No mires. No hables. No escuches. Pero era inevitable oír, cuando la palabra libertad se escupía con la ligereza de algo que no significa nada. Tal vez no signifique nada para alguien que nunca la ha perdido, pensó. Libertad, lo único que se le había enseñado, ni siquiera pensar. Pero su boca infantil sonrió.

¿Cómo habían dicho los hombres? ¿Libertad de vientre? Los rumores que él nunca oyó, decían que se proclamaba desde hace años, decenas, de cuando el país era tan joven cómo él. Libertad, Manuel de Salas, Santiaguinos, Miguel Infante. La historia revoloteaba en las palabras que se escurrían en gruesas manchas rojas sobre la espalda de los suyos. Palabras, se dijo, palabras que nunca escuché, nombres que nunca conocí. Pero estaban ahí.  Algo, una presión indescifrable le revolvió el estómago, una presión que amenazaba con salir a través de palabras negras, rojas, muertas.

Pero él no habló, no miró, y fingió que no oía. Recibió el encargo sumiso y corrió. Su amo esperaba esos repuestos con urgencia. La gravilla de las calles tierrosas levantaron polvo mientras corría, no importaba, correr era lo más cercano a huir que conocía. Huir.  

La llegada ruidosa del tren en estación Bellavista le indicó las 12, era tarde y el taller estaba demasiado lejos. Solo por eso estoy corriendo, se convenció. Y avanzó sintiendo el viento salado del puerto en su cara manchada de aceite, con su boca gruesa dibujando una sonrisa difusa. Se detuvo cuando el taller se acercaba. Apretó la bolsa entre sus brazos con fuerza y entró con lentitud. El resto de los niños que pulían con ahínco los cascos metálicos no alzaron la vista para verlo. Niños, todos como él y diferentes. Niños como él, provenientes desde más allá del océano, y niños con sangre de la tierra, que susurraban una lengua extraña por las noches, y adoraban a sus dioses al amanecer. Él no sabía, nunca vio, fingió que no oía.  A lo lejos, su amo observaba los planos del próximo experimento.

Sus pasos ensayados dejaron los repuestos que traía junto con el resto de la mercancía nueva y desvío la vista a los papeles, hacia la estructura alargada sobre la mesa. Él sabía lo que era, los barcos no eran suficientes para mantener seguro Valparaíso, no con las repercusiones de la última guerra contra Nueva España. Su amo trabajaba en algo que podría hundirse bajo las mareas y volar por sobre las nubes. Volar, pensó, quizá él podría unirse al ejercito un día, y ser como el resto de los libertos de la guerra de la Independencia. Son cuentos, se dijo. Hace tanto ya de eso, son un mito, personajes pertenecientes a un susurro nocturno. Ser libre. Poder un día montar sobre las naves de su amo, y convertirse en el capitán de alguno de los vapores del Puerto que ayudó a construir. Libertad. Libertad de vientre. Las palabras y los personajes daban vueltas en su mente, desordenando sus ideas. Tomó las llaves, tuercas y piezas de cobre que se encontraban en el piso, para realizar las labores que se le habían asignado. Ocho años son más que suficiente, se dijo, más que suficiente para unirse a un navío, solo tenía que esperar. Podía sentirlo, un día, un día podría hacerse un nombre más allá del océano.

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