martes, 13 de enero de 2015

Cadáveres Mecánicos | I. Roland y Mariana

Cadáveres mecánicos

Por Bonnie Blanchard

I. Roland y Mariana

Amaba a su prima con locura. Mariana Black, su Mary Ann Black. El dulce sabor de su nombre  se le repetía en la boca con solo pronunciarlo.
Mariana…



Roland White conoció a su prima cuando tenía la edad de quince años y sus padres lo llevaron de viaje a América. Él, que fue siempre arisco y huraño, quedó prendado ante los encantos de la joven chilena apenas sus negros ojos lo miraron. Por primera vez el joven señorito sentía que le era robado algo que nunca podría esconder en los complicados engranes de su caja fuerte ni aún con las tres copias de las llaves que ocultaban en él los tesoros más preciados de la familia White y que un día le serían heredados.

Aquella mañana hace tres años el vuelo en zeppelín desde Londres le parecía a Roland en la última mañana de viaje tan desagradable como la visita al país del fin del mundo. Le gustaba hacer viajes por aire más de lo que le gustaba hacerlo en máquinas de mar  que usaban más  las clases bajas y los convictos de los siete mares.

Nada valioso podía estar tan alejado de la civilización, pensaba mirando hacia las ventanas por debajo del hombro a la ciudad puerto donde acabaría su viaje.   
De pequeño escuchó historias sobre un tío que se había enamorado de una mujer en el último puerto que visitó como jefe de una importadora y que desde ese mismo día decidió quedarse allí con ella para siempre, sin importar que la familia Black, de la cual se había convertido en cabeza,  tuviera otros planes para él. El señorito sabía aún a corta edad que aquellos planes no contemplaban una esposa mestiza para el preciado heredero. 

Se embozó la capa ante la densa niebla del puerto para que su lacayo lo condujera y anduvo delante de sus guardas  hasta el carruaje al lado de sus padres. Esperó con más frío en los huesos que ansiedad a que pusieran las valijas para que comenzara su viaje hacia Gran Bretaña, una pequeña Londres del puerto.

Al joven Roland no le importaban los motivos que traían a su familia hasta Valparaíso.  Siguió a sus padres porque como futuro heredero no podía desobedecer los designios de la familia. Pero en su interior quería abandonar los presentimientos que le indicaban los pesares que habría de sufrir si se quedaba. Solo las pisadas metálicas de los caballos de embestidura de acero lo mantenían dentro de un presente que se confundía en la niebla con el sueño.

Mariana, Mariana, Mary Ann…

¿Cómo iba a saber que al cruzar esa puerta iba a conocerla oculta bajo la imagen de un débil prima de sangre impura?

Fue el mismo tío pródigo quien les abrió la puerta y no cualquier sirviente de la casona. Pudo ver en sus ojos los mismos ojos de su propia madre, y supo de inmediato que la sangre que corría bajo sus venas era la misma.

Y en una esquina, junto a la madre india, estaba la pequeña mestiza. Mariana. Mariana y sus ojos negros. Mariana y su tez morena.  Mariana y sus labios rosados. Mariana, Mariana, Mariana… Mariana y aquella dulce inocencia de los trece años.
La había amado desde aquel instante.

Aquella visita fue la primera de muchos otros viajes hacia la ciudad de Valparaíso, y con ello las razones se volvían más absurdas. Las tardes de té bajo el alero de las sombras de los árboles junto a la casa rosada.Las cartas de amor mostraban la docilidad de un primo quien alguna vez fuera soberbio ante las dulces miradas de la niña que lo hizo cautivo. La amaba tanto que tal como su tío en su memoria la imagen de la verdadera Londres se iba difuminando con cada mirada que se cruzaba con ella.

Ella muy joven, pero Roland sabía que no le faltarían pretendientes cuando llegara la época de los galanteos. Tenía que adelantarse a todos ellos y por esa razón durante cada mes en el día de su cumpleaños comenzó a enviarle los regalos más hermosos que su fortuna pudiera permitirle, regalos tan costosos como excéntricos. Así, mientras él estuviera en las aulas universitarias de Cambridge sabría que ella estaría pensando en él y no lo olvidaría.

El primero de sus regalos fue un reloj del bolsillo en el que al dar las doce dejaba abierta una pequeña ranura bajo el número once que dejaba salir a una diminuta ave dorada que revoloteaba alrededor y que cantaba tres veces el cucú antes de regresar de nuevo al nicho.

Para el día de su cumpleaños, le envió desde Londres un vestido lujoso que a base de pequeños receptores termostatos cambiaba de color según el clima para amedrentar la tristeza que le embargaba estar tan lejos de ella esa noche tan especial de sus catorce años.

El último mes antes de aquel día fatídico, fue un pequeño perro musical muy semejante a uno de verdad con brillos de plata que comenzaba a tocar una melodía y a bailar según el batir de las palmas de su amo el regalo enviado desde el otro lado del mundo. No había nadie que fue indiferente a la pequeña criatura color plata que acompañaba a Mariana en sus tardes de bordado.

— ¿Es uno de esos cadáveres mecánicos? —le preguntó una de sus compañeras de bordado. Se hizo silencio en la sala de las mujeres a cusa del impertinente comentario y a todas les faltó el aire. Nadie osó siquiera a llamarle la atención por miedo a evocar de nuevo las nefastas palabras.

Mariana miró a su perro y no vio nada en él que pudiera recordarle a algo vivo más que la forma. Pero desde aquella tarde una pequeña semilla había comenzado a germinar en su mente y hasta la nueva visita de su primo no vio antes la luz.

—Por supuesto que no es un vulgar cadáver—le contestó su primo algo ofendido ante la pregunta—. Jamás sería capaz de darte algo tan grotesco y vulgar, querida Mariana.

Ella miró a aquel gracioso perro que a todos alegraba con sus melodías y como no vio nada en las cuencas plateadas más que el reflejo de dos rubíes, sus pensamientos dejaron de revolotear alrededor de esa idea y guardó silencio como todas las  mujeres.

Desde aquel comentario tan intrépido que se esparció por las calles de la avenida  Gran Bretaña tan veloz como un camino de pólvora, la madre de Mariana no volvió a enviar a su hija a las clases de costura como lo hicieron muchas otras y prefirió contratar a una institutriz personal para su hija a fin de que fuera educada en las labores domésticas.

—Ponto habrás de conseguir marido, y como  tienes algo de india te va a costar mucho más que a las otras muchachas—le había comentado un día su madre retocando uno de sus vestidos. Sus manos estaban llenas de callos porque antes de casarse con su padre había trabajado día y noche como lavandera y no deseaba para su hija un destino similar—. Tu primo parece estar prendado a ti, pero no podemos confiarnos aún.

Mariana guardó silencio, como todas las mujeres debían guardarlo.

Las clases en casa con la institutriz no eran lo mismo. Extrañaba las risas en el cuarto de costura, los comentarios jocosos de alguna de las muchachas y las divertidas anécdotas que algunas tenían con  sus pretendientes.

Mariana tenía a Roland y lo quería con el amor más puro de todos. Todos amaban al joven señorito y era la comidilla de las señoras en las tertulias y la envidia de las solteras de la calle de arriba hacia abajo.

Mariana lo tenía a él. Y sin embargo la soledad se rehusaba a soltarla de entre sus garras. Mes a mes, los regalos de él seguían llegando cada vez más llamativos y extravagantes. Mes a mes, ella esperaba por las palabras de unas breves cartas que llegaban con menor frecuencia que los regalos a igual precio que los suspiros y las lágrimas.

¡Oh, Roland! ¡Cuánto se habría ahorrado el señorito de haber sabido que lo que ella necesitaba no era otra cosa más que las palabras de amor eterno de un joven enamorado y no sus vacíos obsequios! ¡Cuantos celos se habría guardado lord White de  haberse quedado con ella el primer día que la vio en esa ciudad puerto!
— ¿Cómo es Londres? —le preguntó la joven una tarde mientras observaban las nubes en los días en que no había nada más importante que hacer que disfrutar de los breves viajes de él a Valparaíso.

—Se parece en algo a este lugar—dijo tras un instante de silencio—.  Es como si hubieran traído una parte de la ciudad a este extremo del mundo.

Marina se preguntó cómo sería vivir en un sitio  igual a ese del otro lado del mundo, pero como su vasta educación no contemplaba libros de geografía ni de historia porque no era importante que una señorita conociera más allá del mundo de la casa, no se pudo imaginar Londres ni en sus sueños.  Bajó la cabeza lentamente como si comprendiera; no le dijo nada a su primo y se fueron juntos a tomar el té bajo la sombra de un árbol.

Mariana guardó silencio mientras  le servía el té a su prometido, el silencio que debían guardar todas las mujeres.

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