POR MAURICIO RÀIZ
El rostro desolado de un joven que yacía
sentado al borde de la vereda, demostraba otra vez que la dureza de la
postguerra era algo que no se lavaba con los festejos. Algunos conflictos
cesan, pero a aquellos que los sobreviven, los acaban marcando ciertos estigmas
que difícilmente los soltarán.
Tan
pronto hubo acabado de comer su mendrugo recalentado, el extraño viajero agarró
sus pertenencias y se puso en pie dando un fuerte silbido. El pelo largo y liso
contrastaba con el color de sus ropajes remendados. La gente que pasaba por las
calles lo miraba sin entender su existencia, como tampoco lograban asimilar el
espacio vacío que se alojaba donde debería haber estado su pierna izquierda,
pero lo más raro para todos era su rostro, que traslucía toda la belleza de una
flor fresca, pero que poco a poco dejaba ver las manchas propias de alguien
marchito hasta lo más profundo.
Era
por personas como él, la carne de cañón, que los ricos habían conseguido
mantener sus fortunas y sus tierras. Aunque al final todo no era más una
ilusión, la guerra no había servido de nada más que para demostrar el poderío
de una nación sobre otra. Pero la gente común y corriente no había ganado nada,
por el contrario. Y aquel viajero lamentablemente había comprendido que para la
sociedad no todas las cabezas valían lo mismo.
Años
antes se había ofrecido como soldado para que no enviaran a su hermano mayor ya
que padecía una afección al corazón. Pero ya en las filas, igualmente se lo
topó como recluta, chocando con la despreocupada sonrisa de este, que lo abrazó
diciéndole:
—Perdón, era yo o nuestro viejo.
Su
hermano murió en la primera oleada ¡Qué maldito con suerte! Nunca vio su casa hecha
polvo, ni sus familiares mutilados o su pueblo vuelto un yermo.
Les
prometieron ser condecorados como héroes, pero una chapa de metal bañado en
plata no servía como moneda de cambio para recuperar una vida, ni una
extremidad ni los sueños.
Hace
unos meses, durante su estadía en un pueblo costero maltratado, se le había
unido una niña de unos pocos años menos que él y que no tenía nombre, a la que
llamó Luna. La niña de 12 años tenía más carácter que él, aunque no recordaba
de dónde venía, seguramente producto de algún trauma importante. Siempre la
miraba pensando que a su edad él estaba dando caza a otras personas, gente como
él o su hermano, forzados a llevar armas para cuidar bienes ajenos. Luna no
había vivido todo eso aparentemente, pero al igual que él, no tenía nada, aunque
a diferencia de él sí tenía corazón.
El
día que la conoció fue cuando ella decidió acompañarlo y llevarlo a rastras en
la larga búsqueda del artesano que le daría una nueva pierna ortopédica. A
veces pensaba que debería haberle puesto Esperanza en vez de Luna, pero este
último nombre igual le iba bien, porque por tanto tiempo el astro había sido su
único consuelo a través del maltrecho telescopio de su padre, había sido un
llamado a querer viajar lejos, a alejarse de tanto conflicto estúpido. Luego
llegó la guerra. Nunca espero que dejar de existir implicara que los demás
tuvieran que morir. Luna era el foco que iluminaba sus pasos nocturnos, el sol
lo encandilaba con sus promesas, mas la luna mostraba la realidad de las cosas.
—No
seas tonto —le dijo una vez—. Sí te pueden poner una pierna y lo harán. Si les
dices que fue por la guerra te creerán, el que me lo dijo era confiable.
Bien
sabía que su viaje no era por él mismo, ni para recuperar su pierna, ni tampoco
para sentir que su vida tenía sentido. Simplemente no se sentía parte de nada,
pero no dejaría que Luna viviera así. Aunque él muriera sin tener un corazón,
Luna debía vivir con el suyo y derrumbar todo aquello que les había arrebatado
sus mundos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¡Muchas gracias por tu comentario!