-.Chopa Sanchez G.
STC Rubí.
Murieron tres esta semana: Segundo Ponce cayó
por la borda cerca de Arica; Segundo Schultz tuvo un infarto a mitad de semana y
Segundo Mukarker, el turco, dejó de
respirar mientras fregaba un pasillo en el piso cuatro.
—¿Qué coincidencia será esta,
compare Lunita?
—Son hueas nomás, Toquero…
—¿Conoce usted al Marmaja?
—¿El padrino del finao Barrera?
—El mismo viejo mañoso… Voy a ir a
verlo pa’ tomarnos unos vinos.
Trona la maquinaria y ambas figuras
se enjugan las frentes grasientas junto a la caldera. Toquero fuma apoyado en
su pala y Luna está sentado liando tabaco.
—Póngale un trago compare, Lunita,
lo veo con sé’.
—Que le va uno a hacerle…
—Mañana almuerzo allá arría.
—¿Y Burgui?
Luna toma un trago de aguardiente y
observa las llamas mientras el alcohol baja quemando. Toquero echa más
combustible, tiene la cabeza pesada y los brazos ardiendo pero es colosal y
parece tener fuelle para largo mientras Luna; diminuto, al límite; piensa en
Burgui que debe estar sobre la cubierta leyendo alguna novela frívola o tomando
escocés con el capitán o, —mejor
aún—,atendiendo con dulces a las jovencitas
en la terraza principal o junto a la pileta comentando sobre Valparaíso que
apareciera gris con la vaguada encasquetada o; tirado en su camarote repasando
los remaches del cielorraso con apatía. En un principio, a Luna le había agradado
Burgui con esa sonrisa que no borraba del rostro regordete y brillante y era
entonces (lo es, sobretodo, ahora), una exaltación de lo vulgar, de la alegría
del «hay-que-gozar-la-vida» y de una
filosofía barata que vomitaba frente a las aristócratas para sentirse más hombre.
En el primer día en el STC Rubí, mientras el capitán dirigía las maniobras de
despegue, Burgui, en lugar de explicarle sus labores, lo había conducido sin
rodeos a la sala de máquinas número tres, deslizando chistes de mal gusto sobre
las pasajeras que encontraban en el camino: «¿Viste
a la morenita? Yo una vez conocí a una negra que tenía la piel gruesa… era como
otra piel. Tenía también otro olor…» o, «¿De
qué parte del puerto? Yo tenía un amigo que le decían el Zapallo y era de Barón
y tenía una zapatería en Independencia y el hueón era bueno pa’ andar curao y
más encima andaba siempre con mujeres y nunca me explico, porque era feo y más
encima no tenía un peso…» Al final del recorrido, encontraron a Toquero
fumando sobre una pila de carbón.
—¿Cómo está la arena, Toquero?
—Andaba en el campo yo.
—Te traje compañía.
Toquero
se puso de pié y le estrechó la mano.
—Juan Esteban Toquero, comparito.
—Evaristo Luna, un gusto…
—Tómese otro trago, Lunita —Lo
alienta Toquero, sacándolo del recuerdo de Burgui y de su más-cara gorda y
sonriente. Luna seca su frente; calor, humedad, infierno junto a la caldera.
Apenas tiene fuerzas para otra palada.
—Tómese otro trago Lunita y vamos
donde Forbe que debe estar más fresco. Quien entiende esto de los Segundos. Buena
persona el turco más encima…
Uno largo, otro. El alcohol baja
quemando. En un cuarto contiguo, Forbe dispone un tablero de ajedrez mientras
bebe escocés con agua. Su trabajo es mantener funcionando las máquinas en las
salas uno a la tres. Tiene el rostro cadavérico y un bigote grueso y desprolijo
que le cubre buena parte de la cabeza enjuta y sombría. Desde allí se puede oír
como la maquinaria brama y las tuberías vibran con la fuerza descomunal del
vapor que asciende hacia los pisos superiores donde pasajeros de primera clase
toman baños calientes en sus tinas inmaculadas.
—¿Una partidita? —ataja Forbe apenas
las figuras tiznadas y abatidas entran al pequeño cuarto. Luna se desploma
frente a él mientras Toquero se lava en un tambor de agua oscura para luego acomodarse
a liar sobre el piso ennegrecidode grasa.
—Yo le juego pero convídeme un vaso
antes… al otro lado deben haber como cincuenta grados.
—Jajaja. Me lo imagino.
Luna adelanta un peón desde la
medianía del tablero mientras Forbe alarga dos vasos y rellena uno más para él.
—¿Ha visto a Burgui? —inquiere Luna
luego de un trago.
—Dijo que les echara un ojo para que
trabajaran.
—¿Nada más?
—Nada más — asegura Forbe que mueve
un peón negro. —Cuando era cabro viajaba en el Atlanta dos —prosigue—, por Egipto hasta el Mar Rojo y después
hasta Marruecos. Tenía que limpiar letrinas y ordenar camarotes y mataba el
tiempo libre jugando ajedrez con Alaín. ¿Te conté alguna vez del negro Alaín?
—No recuerdo.
—Era cocinero. Hablaba un español
que aprendió en la selva de Venezuela me parece. Hablaba francés también y todo
lo hacía con una voz profunda y una pronunciación media pastosa. Me enseñaba
ajedrez. Era descomunal y tenía la piel tatuada con figuras y palabras que sólo
él entendía. Un buen tipo… Alaín… Andaba siempre sonriente y atento a ganar
dinero extra, tenía un método eficaz: recibía las cosas robadas y las vendía a
sus contactos en cada puerto a cambio del veinte porciento del precio final.
Los vendía rápido y a buen precio y resultaba conveniente para el ladrón y para
él. Por eso siempre hacía buen dinero y lo enviaba a alguna parte, me parece,
porque siempre vestía de forma simple con una camiseta blanca y pantalones de
tela gris. Tenía sólo un par de zapatos que remendaba constantemente un
brasileño que se llamaba Eduardo y que trabajaba en la limpieza del piso dos.
Algunos pensaban que tenía familia en África o que tenía una deuda en Guyana o
mujeres, muchas mujeres pero él apenas hablaba de esas cosas y muy rara vez
contaba alguna historia sobre su vida de joven y estaba en…
—Jajaja… —interrumpe Luna ganando la
reina negra. Forbe se queda mudo un segundo y luego putea vagamente llevando
una mano a su cara.
—Me contó que había trabajado de
cartero en Gambia, —prosigue—. Una noche en una choza sin ventanas había
tragado un liquido espeso que lo había arrojado a un viaje alucinógeno de horas
o días, y recuerda haber vagado y también danzado en con el ritmo sordo de las
estrellas. Sentía que se conectaba con Dios… Luego amaneció junto a la orilla
de un riachuelo de aguas lentas. Otra vez nos contó que había vendido
provisiones a unos reos fugados de la penitenciaría de Saint-Laurent que finalmente llegaron a Brasil y le enviaron una
postal que pasó de mano en mano una noche y que la recuerdo bien: era una
pintura donde se veía la estatua de un hombre dando una larga zancada y tras de
él, un jardín amplio y más lejos un palacio blanco. La miré buen rato… En una
de las ventanas del palacio se veía a un hombre de pie observando inmóvil el
jardín allá afuera. Unos pájaros volaban a lo lejos y alguien leía sentado en
una banca. Muy a lo lejos, apenas discernible entre los trazos del pincel, se
ve a un hombre que, con el paraguas cerrado en alto, parece dejar caer un golpe
terrible sobre un individuo invisible o que no alcanzamos a ver tras la
vegetación. Nos contó que de joven había boxeado para sobrevivir. Vivía en
Casablanca y apenas ganaba lo suficiente para una comida diaria y un cuartito
miserable. Era su época más feliz.
Luna erra un movimiento y pierde su
último caballo. Forbe sonríe mientras deja caer la pieza blanca a un costado
del tablero. Arriba, en el hall
principal, la orquesta ha finalizado su última pieza y ahora los viajantes
vuelven a sus recámaras o se movilizan a las distintas cubiertas mientras el
STC Rubí comienza el descenso sobre la rada de Valparaíso. Trece minutos
después se posa sobre el océano crispado por un viento que vuela sombreros
entre risas de pasajeros que alegres divisan la ciudad aparecer como si fuera
un matorral floreado desde donde emergen abejas o moscas mientras exhala
pálidas columnas de humo tras una niebla invernal. Forbe gana la partida y
ofrece un salud a Luna. Entre la primera clase está Burgui que se mueve entre
brindis y palmaditas con la sonrisa espléndida mientras deja escapar
empalagosos comentarios sobre el puerto que confiesa ha amado toda su vida.
Luna se ha excusado para subir a su camarote y ahora Forbe y Toquero barajan un
naipe y lían nuevos cigarrillos, y luego destapan una botella de vino. Luna,
vestido con el impecable traje que le entregará Cano; sombrero de ala corta,
bastón de empuñadura de marfil (un lobo cayendo mortalmente sobre su presa),
sobretodo negro donde ha escondido un revolver; está de pié en la cubierta
principal abarrotada de turistas que dialogan con champagne en las manos y exquisitos ropajes ingleses; fracs de un
negro resplandeciente, sombreros de copa, bastones con oro y plata y gemas
multicolores y damas de sombreros y peinados desafiantes y, por sobre el
tumulto, los enormes contenedores de gas que permiten al STC Rubí estrechar vía
aérea los grandes puertos del Pacífico sur. Desde el corazón de la nave, donde
acaso Forbe y Toquero ahora se batiesen en una partida de naipes, emergen tres
chimeneas negras que escupen un humo espeso. La aeronave ahora avanza
pesadamente sobre el mar porteño y la ciudad aparece entonces en toda su
dimensión: humaredas densas que ascienden desde los roídos edificios
industriales, los palacios opulentos en primera línea, las casitas color tierra
que trepan por pendientes y se van haciendo más miserables por cada metro que
se elevan hasta los cordones obreros en lo más alto. Luna está de pié en la
terraza reservada para los turistas: oye carcajadas y bromas, y ve a algunos
trastabillar con el repentino movimiento de la marea, pero siempre una mano
atenta coge el cuerpo en desequilibrio haciendo brotar más sonrisas y
palmaditas, y un «discúlpeme, Emiliano
Subercaseux, para servirle», «Doralisa
Mendy, un placer» y más brindis y más champagne,
y Luna inmóvil en el traje impecable que le entregó Miguel Cano en esa tarde
lejana de Cartagena. Era necesario lucir como
millonario para evitar sospechas y —por sobre todo—, para eludir cualquier
revisión al ingresar al malecón. Luna recuerda la partida con Forbe y cómo le
bastó fingir que erraba un sólo movimiento de sus torres para otorgarle la
mínima ventaja que lo hizo perder algunas jugadas después. Recuerda, meses
atrás, la reunión en Cartagena con ese tal «Cano», chileno de bigote fino que
hablaba pesadamente con un tono gastado mientras fumaba rodeado de corsos que
no le prestaban atención y que parecían ocuparse de otros asuntos. Saboreó en
silencio tres o cuatro cigarros hasta que Cano habló algo en francés y luego se
dirigió a él para explicarle su parte en el plan: cogería ambas maletas (una
contenía un rifle, la otra un traje de primer orden) e iría directo —apenas el
STC Rubí diera con el puerto de Valparaíso—, a la esquina de Clave y Castillo donde
lo esperaría, a las seis en punto de la tarde inmediata a su arribo, un camarada que portaría idéntico maletín
al que ahora cargaba en su mano derecha. Entonces debía expresarle la
contraseña con naturalidad y, si todo salía de acuerdo al plan, el camarada lo invitaría a seguirlo para
entregarle su paga. Todo era un recuerdo más bien lejano; Cano hablando en
francés con el círculo de corsos y luego sus miradas inquisidoras, el camino de
vuelta al STC Rubí, la noche de Cartagena con su Luna afilada en la temprana
noche.
En la cubierta, la élite
sudamericana espera el contacto con tierra para invadir la ciudad.
—Buenas tardes señor. Sabe usted, ¿qué
hora es? —lo inquiere un anciano de gafas y ademanes finos— Probablemente
he olvidado mi reloj en el camarote… Quizás lo hayan robado a esta altura.
Jajaja.
Luna finge buscar un reloj pero le
confiesa que también ha olvidado el suyo. Ríen.
—Discúlpeme, no me he presentado.
Segundo Lafuente.
—José Campos.
—¿Será usted pariente de Don
Emiliano Campos?
—Me parece que es pariente cercano a
mi padre…
—¡Bah! Que coincidencia.
—Jajaja. Es verdad, mucha
coincidencia.
—¿Conoce usted una buena relojería?
—le inquiere el anciano fijando la vista en la orilla que está a menos de
cincuenta metros.
—Cuando baje, doble a la izquierda
en la segunda cuadra y luego camine tres calles derecho, y luego dos a la
derecha y ahí dobla a su mano izquierda, y luego una calle más y va a encontrar
un buen lugar… —contesta Luna.
Entonces los pasajeros comienzan en
bullicioso descenso sobre el malecón porteño.
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