Sina de la Fiol
Bárbara tenía una desmedida
obsesión por los perros. Su casa albergaba una gran cantidad de ellos, al igual
que el puerto, era asilo de estos
animales callejeros.
Día a día paseaba con su manada
por las adoquinadas calles de Valparaíso, mendigando para ella y su peluda
familia. Los vecinos rehuían del mal olor, más intenso e insoportable en las
inmediaciones de su hogar, y rápidamente el descontento creció junto con la
cantidad de inquilinos caninos que tenía la propiedad.
Las noticias locales trataron el posterior
acontecimiento con ligereza. La muerte de 14 perros –todos pertenecientes a la
extraña mujer- no era algo que llamara mucho la atención; que se sospechara de
envenenamiento tampoco abrió una investigación y en dos días ya era un asunto olvidado.
La muerte de los perros pertenecía al pasado y el estado mental de Bárbara era
un misterio para sus vecinos, que desconocían la razón por la cual ella no
lucía destruida por la muerte de sus amadas criaturas. Este aspecto también
pasó al olvido, donde moraba el respetable pasado de la dueña de las mascotas. Ya
nadie recordaba a la que antaño fue la doctora Cabezas. Ella, al contrario, no
borró de su memoria los conocimientos médicos adquiridos y tras este incidente,
los puso en práctica.
A pesar de que el vecindario se
había deshecho impunemente de todos los quiltros, a los dos días se volvieron a
escuchar los aullidos de dolor de al menos tres perros. Al siguiente, los
aullidos evidenciaban la existencia de
más de cinco perros, y, al cuarto día, ya nadie de la cuadra lograba conciliar
el sueño a causa de los incesantes ladridos que provenían del lugar. Cuando la
guardia policial porteña llegó a poner
orden, descubrieron una monstruosa combinación de cobre y vida. Animales
mezclados con metal, algunos de ellos agonizantes, otros moviendo sus nuevas
colas articuladas con pequeñas piezas mecánicas.
Cuando acercaron sus armas para
terminar el sufrimiento de aquellos canes moribundos el resto de la manada se puso a la defensiva. La doctora apareció,
inyectó una solución turquesa en los canes más desvalidos.
-Cuando puedes manejar el secreto
de la vida, aunque sea en animales, debes tener un poco más de respeto al
presentarte ante esa persona.- Dijo Bárbara. La policía dio un paso atrás
inconsciente, pero aun con las armas desenfundadas
–Sólo veníamos a revisar, los vecinos se han
quejado de ruidos molestos- El capitán Carmona fue el único en sacar la voz
–Los ruidos terminarán pronto. Estos
son los últimos pacientes que restan. Una vez recuperados ya no molestarán más
a quienes no los molesten. Mis procanes
serán beneficiosos para todo. Se les puede entrenar fácilmente, y si se descomponen
pueden ser reparados. Lo mejor de todo, el punto clave de mi implementación, es
que siguen fielmente las órdenes de su líder, aún más que los canes naturales-
Un silbido resonó en el lugar, y de pronto el metálico sonido de patas
artificiales se interpuso entre las fuerzas especiales y la doctora- Ahora, si
ustedes son tan amables, les rogaría que dejen mi propiedad. Varios de mis “niños”
tienen un nuevo modelo de mandíbula
reforzada en cobre, y no creo deseen probar la resistencia de ese material en
sus humanas carnes.
Ahora Bárbara vuelve a caminar
por las adoquinadas calles del puerto, ya no mendigando. Varios comerciantes
han adoptado las “creaciones” de la doctora para proteger sus negocios, y
gracias al buen trabajo que hacen los peludos guardianes, ella recibe generosas
donaciones que le permiten continuar con
su proyecto. El caminar de la anciana doctora, altivo y orgulloso, se decora
con las imponentes apariencias de sus creaciones.
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